Té

El ruido de los carros satura mis oídos. Intento deslizarme entre abuelitas conversadoras y niñitos disfrazados de quizás-qué-cosa. Cuando llego a mi habitual esquina, distingo a un hombre apoyado tristemente contra la ventana. Sus ojos están visiblemente rojos. Guau, debe haber llorado mucho. Quizás qué drama terrible ha de estar viviendo. Siento irrefrenables ganas de ayudarle, míralo, si hasta a un tecito lo invitaría. Sin embargo la próxima es mi estación. Debo bajar; mi amigo también se levanta. Lo iré a saludar, que diablos, se lo merece. Camino con dificultad y de pronto me asalta un estornudo, maldito resfrío. Al abrir los ojos veo a mi compañero también sonarse. Sonrío. Ya estoy casi a su lado. Le observo y aprovecho de arreglarme un poco el cabello. Me divierte la idea que, después de todo, efectivamente lo veré de nuevo muy pronto, junto al reflejo de mi habitual merienda de las seis.